A
Revólver, a Carlos Goñi, lo asociamos a pulsión rockera, a canciones urbanas, a
guitarras eléctricas, a medios tiempos matadores... Así ha sido en una carrera
que suma ya más de veinte años y una docena de discos, pero tendemos a pasar por
encima sus aproximaciones sonoras a Portugal, a Irlanda, a México... Muestras de
una evidente inquietud musical que le lleva a otear en horizontes que, a priori,
podrían resultar ajenos a quien se ha educado en la tradición del rock.
Ahora,
para su nuevo disco, Argán (nombre de un árbol que solo crece en
determinadas zonas de Marruecos y del que se extrae un aceite único; los bosques
de Argán son Patrimonio de la Humanidad)
Goñi ha viajado hasta Marrakech para
dar forma a un álbum que ha tenido mucho de aventura musical, de experiencia
inédita con la que probar nuevos sonidos con los que no perder la necesaria
tensión que todo creador necesita para seguir creciendo, para no quedarse
anclado en el mismo lugar de siempre. Para renovar ideas, para darle la vuelta a
conceptos sonoros asumidos durante décadas. Seducido
desde hace casi un lustro con la música norteafricana, Carlos comenzó a
investigar, a viajar frecuentemente a Marrakech, ciudad que le fascina.
Descubrió lecturas, canciones, discos, hasta que, completamente impregnado por
una cultura tan ajena a la del rock, a la suya, se planteó el reto de fusionar
un sonido puramente rockero —el clásico de guitarra eléctrica, bajo y batería—
con el del mandolute, una guitarra local de cuatro cuerdas dobles. Estudió y
aprendió a tocar el mandolute, a sacarle las escalas, la armonía y los colores
autóctonos, hasta que descubrió que "hay dos notas en la escala pentatónica de
blues que veo que los árabes también la usan". Ahí estaba la clave, la puerta
que conectaba dos mundos tan aparentemente antagónicos. Como
siempre, Carlos comenzó a trabajar solo en la composición de los temas. Durante
siete meses, como el artesano del estudio que es, imaginó estructuras, melodías,
sonidos, pensó en los arreglos y, poco a poco, fue dando forma a unas maquetas
muy elaboradas, tanto que, luego, a la hora de grabar "cogimos la maqueta, la
volcamos en el multipistas del Protools e íbamos sustituyendo las pistas que yo
había grabado". Todo medido hasta el milímetro, pensado hasta en el mínimo
detalle. Pero, consciente de que la música necesita de ambiente -"y si grabas un
disco de rock no es lo mismo despertarte en Nueva York que en Valencia"-, pensó
que lo ideal sería grabar en Marrakech, pero no en un estudio profesional, sino
en algún espacio en el que él y los músicos de su banda pudieran convivir
durante los días que durase la grabación. Así, comenzó a buscar casas de
alquiler en Marrakech -"me pasaba el tiempo pegando palmadas al aire, para
comprobar cómo sonaban los salones"-, hasta que dio con una, a veinte kilómetros
de la ciudad, que se adaptaba a sus necesidades: El suficiente número de
habitaciones para alojar a todo el equipo y una sala, el comedor, con las
dimensiones y la acústica adecuadas para poder grabar con comodidad, un espacio
amplio, con techos de ocho metros de altura. Tras
seleccionar el espacio en el que grabaría, llegó la parte más complicada:
Desmontar íntegramente todos los materiales de su estudio de grabación en
L'Eliana (Valencia), excepto la mesa de sonido, empaquetarlo, trasladarlo y
montarlo: "A nivel técnico era complicadísimo desmontar este estudio, fueron
veintitantos baúles, más guitarras, amplis, mangueras, previos, todo, algo
brutal. Fueron muchos días de desmontaje, y tres de montaje en Marrakech".
Ya
instalados en la casa que por tres semanas iba a ser estudio, y con Joe Marlett
como ingeniero, comenzaron las sesiones de grabación, "por momentos de rock muy
potente". Ciñéndose al sistema clásico del rock, primero se grabaron las bases:
bajos (Manuel Bagües) y batería (Julián Nemesio). En esta ocasión, con todas sus
guitarras de referencia ya grabadas en la maqueta, Carlos pudo ejercer y
disfrutar realmente de su trabajo de productor. Una vez la estructura esencial
ya estuvo registrada, comenzó el trabajo de seguir vistiendo las canciones, el
acordeón (Cuco Pérez), la percusión (Luis Delgado)... Para, finalmente, sumar a
los músicos locales con los que Carlos había contactado mucho antes, músicos
profesionales que actúan habitualmente en un local de la ciudad: Jalal El
Alloouli (violín), Amine Hagdag (vocalista), Nouereddine Ennajraoui (percusión),
Ait Hmitti Tariq (Karakebs) y Bouzzig Hamid (Gimbri), con los que Carlos quedó
encantado: "unos músicos descomunales, me he encontrado a unos tíos con un
talento brutal, con una técnica fortísima. Y lo que más les preocupa es el
corazón . El suyo fue un trabajo muy brillante". Además, Redouane Hamani, road
manager en las giras de Carlos, originario de Argelia, se encargó no solo de
traducir y adaptar las partes cantadas en árabe, sino de introducir su voz en un
tema ("Lo que me hace feliz"). Semanas
después, Carlos empezó a grabar en Valencia las guitarras, el mandolute y sus
voces definitivas, las guitarras tenían que grabarse en Valencia por una simple
cuestión de colores (imposible llevarse a Marrakech unas cuantas de ellas para
dar distintos tonos), recordemos que en el álbum no hay teclados. Con
el disco ya grabado, dio comienzo la mezcla, Quique Morales en Valencia y Joe
Marlett en Los Angeles, un laborioso y meticuloso trabajo de mezcla de una obra
en la que sin dejar en ningún momento de sonar a Revólver, se ha logrado lo más
difícil, dar forma a una fusión de culturas que sorprenderá por lo natural del
resultado, en absoluto forzado. En Argán todo fluye en armonía.
El
de Argán es Revólver, pero un Revólver como nunca antes hemos escuchado.
Un Revólver que se adentra en terreno musical desconocido, en el que la sorpresa
está asegurada, en el que en un tema como "Manos arriba" puede encontrarse
cierta impronta mexicana en convivencia con instrumentos árabes, o donde el
country se da la mano con los sonidos callejeros de Argelia ("Quiero aire").
Aquí las guitarras cargadas de psicodelia se pueden entremezclar con arabescos
("Reconozco la frontera"). También hay espacio, cómo no, para las baladas
incandescentes ("Ya no hay dos para cenar")... Las
letras tampoco defraudan, son los habituales textos de Carlos en los que el lado
humano de la vida cobra protagonismo, donde la conciencia social se cuela en
cada verso. Ahora con un mirada lúcida hacia ese límite, la frontera cultural y
física, que separa dos mundos mucho más próximos de lo que aparentan. En
Argán, como dice una de sus canciones, el Norte apunta al Sur.
Juan
Puchades
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